Crónica Urbana

ENCUENTRO CON LA NATURALEZA

por José Ignacio Díaz Subercasseaux

Habían pasado seis meses ya de mi estadía en la India y ¡cómo lo notaba mi cuerpo y mi alma!

Decidí desempacar mi carpa aún no estrenada (estaba en un rincón del walking –closet), comprarme un buen saco de dormir, y partir a algún paraje natural alejado del mundanal ruido.

Tomé mi 4 x 4 y fui a dar primero a una playa cerca de Santiago... error. Había olvidado por completo que estábamos en plenas Fiestas Patrias, y el pueblo- balneario se encontraba convulsionado.

Supongo que por los efectos del alcohol más que por la euforia nacionalista, todas las personas andaban borrachas y cancheras. El pueblo parecía una gran fonda, y no se podía dejar de escuchar salsa ni metido en el mar.

Después de dar unas vueltas a pie y tropezar con dos borrachos que se me agarraron como lapas, tomé una decisión drástica. Volví a mi jeep , puse un CD de música étnica y aceleré hasta un bosque nativo.

Cuatro horas después ya estaba instalado, con carpa y todo. El sol se ponía pero no hacía frío, se escuchaba el ruido del viento entre las ramas y yo me sentía increíblemente bien.

Ahí se me ocurrió la primera gran idea: hacer la secuencia del saludo al sol. Hacía tiempo que no practicaba mis posturas yóguicas y los primeros minutos todo fue bien. Pero después empezaron a sonar exageradamente mis huesos y la respiración comenzó a fallarme. Por puro orgullo propio completé la secuencia.

Tuve que arrastrarme prácticamente hasta el saco de dormir. Me tendí con los brazos y las piernas abiertas. Todo el cuerpo me dolía, no me podía ni mover. Cuando estaba casi por quedarme dormido, sentí que algo peludo bajaba por mi cuello. Era una araña de proporciones gigantescas.

Di un grito que quedó por unos segundos resonando en la soledad de la noche (aunque también se oía el molesto cri cri de los grillos) Venciendo mi asco, pesqué a la araña de una pata y la tiré lejos.

Al día siguiente amanecí de pésimo humor. Tenía el cuerpo adolorido, unas ciento cincuenta picaduras de zancudos y para más remate, cuando decidí retornar a la civilización, descubrí que las luces del auto se me habían quedado encendidas y el auto ya no tenía batería. La rabia fue en aumento cuando me acordé que había sacrificado mi celular en pos de una vida menos materialista. No me quedaba otra que tomar el saco de dormir por si me sorprendía la noche y dirigirme a la carretera para pedir ayuda.

Partí y después de caminar por dos horas sólo había llegado hasta una calle de tierra en la que no se veía ni un alma. No daba más. Me senté en el camino por si pasaba alguien, harto de la naturaleza y muerto de hambre.

Ya estaba perdiendo la conciencia, oía voces, la de mi madre preguntándome "José Ignacio, lindo ¿matarías un pobre animalito para comértelo?, la voz profunda de mi Maestro contestando "¡Nooo!" y el rugido de mis tripas como gritando "¡Siii!"

No sé cuánto rato pasó hasta que el ruido de un motor me despertó. Me subí al auto de una mina recién divorciada que hablaba hasta por los codos y que me dejó en una Copec. Aunque era insoportable la preferí al ruido de los pájaros, y me despedí amablemente.

La perspectiva de dormir esa noche en mi box-spring me había devuelto el humor.