EL PRIORATO DE AVON

Ya en París, y tras hacer una serie de gestiones, Gurdjieff compró una hermosa mansión rodeada por inmensos jardines y extensos bosques en los alrededores de Fontainebleau. Se trataba de un paraje idílico que sería conocido en adelante como el Priorato de Avon. Allí pronto empezaron a llevarse a cabo las actividades preferentes del Instituto, entre las que se encontraban las danzas sagradas que él aseguraba haber visto por primera vez en un monasterio de los Samiounis, en el Turquestán.

Al hablar de tales danzas decía Gurdjieff que al presenciarlas se había quedado atónito, no por su sentido y significado, que todavía no había logrado comprender, sino por la precisión y exactitud con que se realizaban. Y ésas fueron las danzas que enseñó a sus discípulos, y que constituían el punto fuerte de lo que mostraba en sus giras por todo el mundo. La impresión que causaban aun espectador normal era muy grande.

William Seabrook escribía lo siguiente, después de haber presenciado una de estas representaciones:

«...Lo que más me llamó la atención fue la sorprendente docilidad, brillante, inhumana y casi increíble, y la automática obediencia de los discípulos... El grupo estaba formado por muchachas jóvenes y adolescentes, la mayor parte de las cuales eran hermosas y algunas extraordinariamente bellas; y por hombres que parecían proceder -y probablemente procedían en la mayor parte de los casos- de las mejores universidades inglesas y del continente. No había engaño posible; se tratara o no de fenómenos supranormales, si no hubieran poseído una coordinación extraordinaria se habrían roto los brazos, las piernas o el cuello, en alguno de las movimientos que realizaban...»

Pero en el Priorato, en donde los discípulos no llegaban a cien y la mayoría eran rusos, no se empleaba el tiempo sólo en practicar estas danzas, que tanta importancia tenían para controlar la movilidad del cuerpo, sino que también se hacían otras muchas cosas: meditaciones, ejercicios gimnásticos, prácticas de concentración sumamente difíciles; y, por si todo esto fuera poco, los alumnos tenían que cumplir con el agotador trabajo del cuidado de la granja, que Gurdjieff había llenado de camellos, vacas y caballos.

No era de extrañar que los habitantes del Priorato se encontraran extenuados cuando, al final de la jornada, llegaba la hora de dormir unas cuantas horas. A la vista de todo esto cabe preguntarse qué pretendía el maestro al someter a sus alumnos a este trabajo, a veces sobrehumano.

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