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Oración del Cacique Seattle, 1854

Elanciano Cacique Seattle era el indio más corpulento que jamás vi, y de lejosel de aspecto más noble. Medía 1,80 m., de pie sobre sus mocasines, teníaespaldad anchas, un pecho profundo y finas proporciones. Sus ojos eran grandes,inteligentes, expresivos y amistosos cuando se hallaban en reposo, y fielmentereflejaban los variables humores del alma inmensa que miraba a través de ellos.Era usualmente solemne, callado, y digno, pero en numerosas ocasiones sedesplazaba entre multitudes reunidas, como un Titán entre Liliputienses, y susleves palabras constituían leyes.

Cuando se ponía de pie para hablar en el consejo tribal o para dartiernos consejos, todos los ojos se volvían hacia él, y profundas, sonoras yelocuentes frases rodaban de sus labios como incesantes truenos de cataratas quefluyen desde fuentes inextinguibles. Y su magnífico porte era tan noble como eldel más cultivado jefe militar al mando de las fuerzas de un continente. Ni suelocuencia, ni su dignidad, ni su gracia fueron algo adquirido. Eran tan nativasde su hombría como las hojas y los capullos de un almendro en flor.

Su influencia era maravillosa. Podría haber sido un emperador, pero susinstintos eran democráticos, y gobernaba a sus leales súbditos con bondad ybenigno paternalismo.

Siempre se sentía halagado por la marcada atención que le prestaban loshombres blancos, y nunca tanto como cuando se sentaban en las mesas, y en talesocasiones se manifestaba más que en cualquier otro lugar con los genuinosinstintos de un caballero.

Cuando el gobernador Stevens llegó por primera vez a Seattle y le dijo alos nativos que había sido nombrado Comisionado de Asuntos Indígenas delterritorio de Washington, le dieron una efusiva recepción frente a la oficinadel doctor Maynard, cerca de la ribera sobre la calle principal. La bahía eraun enjambre de canoas y en la playa había una fila de ondulante, contorneante,parda humanidad, hasta que la voz con tono de trompeta del viejo Cacique Seattlerodó sobre la inmensa multitud, como la sobrecogedora diana de un tambor grave,cuando el silencio se volvió instantáneo y perfecto, como el que sigue albramido del trueno desde un cielo claro.

El gobernador fue entonces presentado a la multitud nativa por el doctorMaynard, y de inmediato comenzó, con estilo conversador, llano y frontal, laexplicación de su misión entre ellos, la cual es demasiado bien entendida comopara requerir una capitulación.

Cuando él se sentó, el Cacique Seattle se levantó con toda la dignidadde un senador que lleva sobre sus hombros la responsabilidad de una gran nación.Colocando una mano por encima de la cabeza del gobernador y señalandolentamente hacia el cielo con el dedo índice de la otra, comenzó su memorablediscurso con tonos solemnes e impresionantes.


"Que el cielo que lloró lágrimas de compasión sobre mi pueblodurante siglos mudos, y que para nosotros luce como inmodificable y eterno,pueda cambiar. Hoy el día está bueno. Puede ser que mañana aparezca cubiertode nubes.

Mis palabras son como las estrellas que nunca cambian. En lo que Seattlediga, puede fundarse el Gran Cacique Washington con tanta certeza como puedehacerlo en el retorno del sol o de las estaciones.

El jefe blanco nos dice que el Gran Cacique Washington nos envía saludosde amistad y buena voluntad. Esto es gentil de su parte, pues sabemos que tienepoca necesidad de nuestra amistad a cambio. Mis gentes son pocas. Parecen árbolesdispersos en una planicie barrida por la tormenta. El gran -y yo presumo- buenCacique Blanco, nos manda decir que quiere comprar tierras nuestras pero quedesea permitirnos la suficiente para que podamos vivir confortablemente. Sinduda, esto parece justo, y hasta generoso, pues el Hombre Piel Roja ya no tienederechos que él necesite respetar, y la oferta podría ser sabia, también,pues ya no necesitamos un país tan extenso.

Hubo una época en la que nuestro pueblo cubría la tierra como las ondascon que un mar rizado por el viento cubre su fondo revestido de conchillas, peroesa época pasó hace mucho tiempo, y la grandeza de las tribus no pasa ahora deser un recuerdo luctoso. No obstentaré ni lamentaré nuestra decadencia, ni haréreproches a mis hermanos carapálidas por acelerarla, pues también nos cabe anosotros una parte de la culpa.

La juventud es impulsiva. Cuando nuestros jóvenes se enfurecieron poruna injusticia real o imaginaria, y desfiguraron sus rostros con pintura negra,ello denotó que sus corazones son negros, que a menudo son crueles eimplacables, y que nuestros ancianos y ancianas no son capaces de refrenarlos.Así ha sido siempre. Así ocurrió cuando el hombre blanco empezó a empujar anuestros antecesores hacia el Oeste. Pero tengamos la esperanza de que lashostilidades entre nosotros jamás retornen. Tenemos todo para perder y nadapara ganar.

Cierto es que la venganza, para nuestros bravos jóvenes, es consideradauna victoria, aun al precio de sus propias vidas. Pero los ancianos quepermanecen en sus casas en tiempos de guerra, y las ancianas, que tienen hijospara perder, saben mejor la cosa.

Nuestro gran padre, Washington, pues supongo que ahora es tambiénnuestro padre como lo es de vosotros, puesto que George ha mudado sus fronterashacia el Norte, digo, nos manda decir por su hijo -quien, sin duda, es un granjefe entre su gente- que si actuamos como él desea, va a protegernos. Sus bravíosejércitos serán para nosotros un erizado muro de fortaleza, y sus grandesbuques de guerra llenarán nuestros puertos para que nuestros antiguos enemigosdel Norte, los Simsiams y los Hydas, no aterroricen más a nuestras mujeres y anuestros mayores. Entonces, él será nuestro padre y nosotros seremos sushijos.

¿Pero esto podrá acontecer? Vuestro Dios ama a su pueblo y odia al mío.Envuelve amorosamente con sus poderosos brazos al hombre blanco y lo conduce asícomo un padre conduce a su hijo pequeño, pero se ha olvidado de sus hijos depiel roja. Cada día hace que su pueblo se vuelva más fuerte y muy pronto ellosllenarán la tierra, mientras la marea de mi gente retrocede a gran velocidad, ynunca refluirá de nuevo. El Diosdel hombre blanco no puede amar a sus hijos pieles rojas, pues si no losprotegería. Parecen ser como huérfanos y no tienen hacia donde procurarauxilio. Entonces, ¿cómo es que podemos ser hermanos? ¿Cómo puede vuestropadre volverse nuestro padre y traernos prosperidad y estimular en nosotros sueñosde una grandeza que regresa?

A nosotros, vuestro Dios nos parece parcial. El advino para el hombreblanco. Jamás Lo vimos: nunca siquiera escuchamos Su voz. Él le dio leyes alhombre blanco pero no tuvo palabra alguna para sus hijos pieles rojas cuyosrebosantes millones llenaban este vasto continente así como las estrellasllenan el firmamento. No, somos dos razas diferentes y deberemos seguir asípara siempre. Hay poco en común entre nosotros. Las cenizas de nuestrosantepasados son sagradas y su lugar final de reposo es el suelo consagrado,mientras vosotros deambuláis lejos de las tumbas de vuestros padres,aparentemente sin lamentarlo.

Vuestra religión fue escrita sobre tabletas de piedra por el dedo dehierro de un Dios iracundo, y con miedo de que vosotros lo olvidéis, el hombrede piel roja no podrá nunca recordarlo ni comprenderlo.

Nuestra religión consiste en las tradiciones de nuestros antecesores yen el sueño de nuestros ancianos, dada a ellos por el gran Espíritu y lasvisiones de nuestros caciques, y está escrita en los corazones de nuestropueblo.

Vuestros muertos dejan de amarles y de amar los hogares de su nataliciocuando traspasan los portales de la tumba. Deambulan lejos, más allá de lasestrellas, pronto son olvidados, y jamás regresan. Nuestros muertos nuncaolvidan el hermoso mundo que les dio su ser. Siguen amando sus ríos sinuosos,sus grandes montañas y sus valles apartados, y siempre añoran con tiernoafecto a los vivientes de corazón solitario, y a menudo regresan paravisitarlos y reconfortarlos.

El día y la noche no pueden morar juntos. El hombre de piel roja jamásrehuyó la proximidad del hombre blanco, mientras las cambiantes brumas de lasladeras de las montañas se esfuman ante el ardiente sol de la mañana.

Sin embargo vuestra propuesta me parece justa, y pienso que mi gente va aaceptarla y se retirará a la reservación que les ofrece, donde viviremosapartados y en paz, pues las palabras del Gran Jefe Blanco parecen ser la voz dela naturaleza hablándole a mi pueblo desde la espesa tiniebla que velozmente seacumula alrededor de ella como una densa neblina que flota tierra adentro desdeel mar a medianoche.

Importa muy poquito dónde pasaremos el resto de nuestras vidas, porqueya no somos muchos.

La noche del Indio promete ser oscura. Ninguna estrella brillante asomasobre el horizonte. Vientos de voz triste gimen a la distancia. Alguna fea Némesis(justicia o venganza) de nuestra raza se encuentra en la huella del piel roja, ydonde quiera que vaya escuchará con seguridad cómo se aproximan los pasos dela fuerza destructora y se preparará para encontrarse con su perdición, asícomo el gamo herido oye que se acercan los pasos del cazador. Algunas pocaslunas más, algunos pocos inviernos más, y ninguno de todos los poderosos huéspedesque alguna vez llenaron esta inmensa tierra, y que ahora vagan en bandadasfragmentarias por las vastas soledades, permanecerá para llorar sobre lastumbas de un pueblo alguna vez tan poderoso y tan esperanzado como el vuestro.

¿Pero por qué deberíamos afligirnos? ¿Por qué debo yo murmurar sobrela suerte de mi pueblo? Las tribus están hechas de individuos y no son mejoresde lo que ellos son. Los hombres vienen y van como las olas del mar. Una lágrima,una mortaja, un funeral, y se van de nuestros anhelantes ojos para siempre.Hasta el hombre blanco, cuyo Dios caminó y conversó con él, de amigo a amigo,no está eximido de este futuro común. Tal vez seamos hermanos, después detodo. Ya lo veremos.

Estudiaremos vuestra propuesta, y cuando tomemos una decisión, lacomunicaremos. Pero en caso de que la aceptemos, aquí y ahora establezco estaprimera condición: Que no se nos negará el privilegio, sin ser molestados, devisitar a voluntad las tumbas de nuestros antecesores y amigos. Cada porción deeste país es sagrada para mi pueblo. Cada colina, cada valle, cada llanura ycada arboleda ha sido reverenciada por algún recuerdo afectuoso o por algunaexperiencia triste de mi tribu.

Hasta las rocas que parecen yacer como idiotas mientras se achicharranbajo el sol a lo largo de las costas del mar con solemne grandeza, se estremecencon recuerdos de eventos pasados conectados con el destino de mi pueblo, y elmismísimo polvo bajo vuestros pies responde más amorosamente a nuestraspisadas que a las vuestras, porque son las cenizas de nuestros antepasados, ynuestros pies descalzos están conscientes del roce benévolo, pues el suelo estáenriquecido con la vida de nuestros parientes.

Los difuntos guerreros, las afables madres, las muchachas de corazónalegre, y los niños que vivieron y se regocijaron aquí, y cuyos nombrespropios ahora se olvidaron, todavía aman estas soledades, y su honda rapidez enel crepúsculo crece sombríamente con la presencia de espíritus morenos.

Y cuando el último piel roja haya sucumbido en la tierra y su memoriaentre los hombres blancos se haya vuelto un mito, estas cosas tendrán enjambresde los invisibles muertos de mi tribu, y cuando los hijos de vuestros hijos secrean solos en el campo, en la tienda, en los negocios, por los caminos o en elsilencio de los bosques, no estarán solos. En ningún lugar de la tierra haysitio alguno dedicado a la soledad. De noche, cuando las calles de vuestrasciudades y aldeas estén silenciosas, y piensen que están desiertas, se hallaránatestadas por los huéspedes que regresan, los que alguna vez colmaron y todavíaaman esta hermosa tierra. El hombre blanco jamás estará solo.

Dejemos que sea justo y trate bondadosamente a mi pueblo, pues losmuertos no son impotentes.

¿Muertos, dije? No existe la muerte, se trata apenas de un cambio demundos."


Siguieron otros disertantes, pero no tomé notas. La respuesta del gobernador Stevens fue breve. Simplemente se comprometió a reunirse con ellos en un consejo general en alguna ocasión futura para debatir el tratado propuesto. La promesa del Cacique Seattle de adherir al tratado, si se ratificaba alguno, fue observada al pie de la letra, pues siempre fue un amigo solícito y fiel del hombre blanco. Lo que antecede no es más que un fragmento de su alocución, y no posee todo el encanto dado por la gracia y la gentileza del veterano varón orador, y de la ocasión.

Dr. Henry A. Smith.

Crónica publicada en el Seattle Sunday Star, el 29 de octubre de 1887.

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